Un solete
Lunes 02 de Septiembre
«El acto de escribir consiste en violentar las palabras, ponerlas en predicamento para que expresen más de lo que expresan»
Juan Jose Arreola.
El frio. La guerra desde el frio. La guerra que no se ve. Que se presiente y ocurre desde el escondite.
Los helados. Muertos no por balas ni misiles sino por el hielo, la nieve, el frio. Los guantes baratos, los trajes militares viejos y la sangre joven -demasiado joven y sin sueldo-, que no aguanta. Los verdaderos enemigos de los pichis son el frio y el hambre. No los ingleses.
Billetes de 100 dólares que (casi) nadie quiere, mucho menos los billetes de pesos ley argentinos. Prefieren los paquetes de cigarrillos. Prefieren la mercancía que pueden trocar con los del otro bando. Y esconderse en la madriguera de los pichis.
Relato reconstruido desde Buenos Aires. Alguien –escritor, tal vez periodista- graba. Un excombatiente recuerda. Narra. Reconstruye. Los nombres son apodos. Los rasgos son provincianos –hay pocos porteños en la pichicera, hay poco Buenos Aires. La patria grande se deja ver en las batallas y en los anuncios de cerveza Quilmes.
«Son los personajes de un país sin patria», dice Fogwill y Beatriz Sarlo apunta en su revisión del libro que «vienen de todas las provincias y en cada uno de ellos está ausente el lazo que constituye una identidad nacional».
La atmósfera que dibuja Fogwill en las islas Malvinas es de frio. Soledad. Ripio. Arena. Barro. Pingüinos o lombrices como mascotas. Desamparo, rabia.
Qué haríamos si estuviéramos en el campo de batalla de una guerra absurda. Declarada por un militar borracho. Qué haríamos sino quedarnos escondidos como un pichiciego, intentando sobrevivir mientras otros mueren en el camino o a nuestro lado. Qué haríamos sino tranzar con los enemigos, leyes de supervivencia, ceder un dato que no haga daño a nadie (al menos hasta donde uno pueda ver) a cambio de un poco de kerosene para mantenerse calentitos –los cuerpos que han tenido calor aguantan mejor el frio-.
El 14 de junio de 1982, apenas días después de la rendición de Argentina frente a Reino Unido en la Guerra de Malvinas, Fogwill publica esta novela corta -156 páginas- en un tono desapegado y crudo, simula el alegato real de un combatiente, recrea el afán de testimonio, de punto de vista del testigo que también es parte, aunque se esconde.
Fogwill intenta un texto «contra las modalidades dominantes de concebir la guerra y la literatura», explica la contraportada de mi edición de Interzona (en España, publica Periférica). Lo escribió en tres días. Como «una alegoría sobre el sistema cultural argentino», dijo en alguna entrevista y siguió repitiéndolo hasta el final, porque «la argentinidad actual es pichiciega: vive del pequeño comercio con los amigos y los enemigos, medra, se oculta bajo tierra.»
El primer borrador de la novela circuló entre críticos y editores antes de la rendición. No era alegato ni testimonio, sino un experimento de ficción. No había soldados aún que hubieran contado lo que vivieron en las islas. Pero justo antes de su publicación y tal vez inspirada por esa lectura de borradores, Editorial Galerna le robó la idea y publicó Los chicos de la guerra, un libro de entrevistas a ex combatientes.
Los pichis como fantasmas. No existen. No existieron. No hacía falta que existieran. En ese ejercicio de ficción pura, Fogwill llega a denunciar por primera vez aquello que luego fue conocido como «los vuelos de la muerte» y que hace pocas semanas fue portada de periódicos en todo el mundo, con la histórica condena a cadena perpetua a los comandantes que tripularon los aviones desde los que arrojaban detenidos vivos al mar durante la última dictadura en Argentina (1976-1982).
El autor, que falleció en 2010, confesó que «siempre me cruzo con algún ex combatiente que leyó el libro y se reconoce en el desamparo y la rabia que viven mis personajes». Allí está la capacidad, la fortaleza de la ficción para crear y recrear la realidad. Más allá de los testimonios y las entrevistas. Más allá de editoriales que se adelantan y roban ideas.
Como decía Carlos Fuentes, «la obra [literaria] añade algo a la realidad que antes no estaba allí y, al hacerlo, forma la realidad… La cárcel del realismo es que por sus rejas sólo vemos lo que ya conocemos. La libertad del arte consiste, en cambio, en enseñarnos lo que no sabemos. El escritor y el artista no saben: imaginan. Su aventura consiste en decir lo que ignoran».
Andrea Caprarulo