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Reseña: NADA CRECE BAJO LA LUZ DE LA LUNA

NADA CRECE BAJO LA LUZ DE LA LUNA
(Torborg Nedreaas, Errata Naturae)
«No soy buena contando historias. Al menos no cuando digo la verdad. Tal vez estés esperando oír una historia coherente, pero en ese caso no sería verdad. La vida no es así. No hay historias coherentes» (p. 20)

Dos extraños. O mejor decir, desconocidos. Se encuentran en una estación. Él la invita a su casa, ella acepta torpemente. Son dos islas en medio de la ciudad. Llegan al apartamento. Intercambian palabras de cortesía. Y comienza la noche más larga. Ambiente cargado por el humo y la bebida. Ella bebe y fuma mucho, tiene que contar (o contarse) su historia. ¿Confesión? ¿Desahogo?

Noruega, una pequeña ciudad costera llamada Gruben, pobreza, miseria, trabajos extenuantes. Allí se consuma la historia que, narrada con maestría por Torborg Nedreaas (1906-1987), nos pone un nudo en el estómago. La moral enfrentada al deseo. Las convenciones sociales contra la vida. O la vida contra la maledicencia.

Nedreaas, escritora feminista y comunista, conocida como «la Simone de Beauvoir noruega», sitúa la historia poco después de terminada la II Guerra Mundial, en una descripción claustrofóbica y extenuante de la vida de la protagonista, desde sus estudios de secundaria hasta cumplir los 18... y un poco más. Publicado por primera vez en 1947, Nada crece a la luz de la luna recibió en 1950 el Premio de la Crítica de su país y en 1964 el Premio Dobloug. Errata Naturae reedita en 2015 este clásico moderno nórdico, que ha sido llevado al teatro y al cine.

Una relación amorosa consume a la protagonista, una relación prohibida o directamente mal vista por las buenas gentes de Gruben. Todo esto la aleja de su familia: un padre minero, una madre abnegada que limpia sábanas, una hermana que se queda embarazada y un hermano pequeño que entra muy joven a trabajar en una fábrica de conservas.

La novela es un retrato poliédrico, quirúrgico, sobre cómo se construyen las relaciones de poder y de amor en sociedades cristianas, puritanas, muy cerradas. La protagonista intenta combatir pero sucumbe a esas convenciones, a ese declinar perplejo de la juventud.

Y lo cuenta –todo- a un absoluto desconocido ya que, como dice en varias ocasiones, siempre estamos solos: «Tendré menos miedo si sé que comprendes lo que te quiero decir. Sí, porque tengo miedo. No sé, pero ese miedo gris a veces me agarra y me impulsa como una hoja al viento... Bueno, ¿miedo? No, miedo no. No tengo miedo. Ya no» (p. 222).

Por eso hay que leer Nada crece a la luz de luna. Para escuchar una voz lejana que llega aún actual. La luna es reflejo del sol, como le dice el pianista/organista que infunde confianza y respeto a la joven, y -por eso- nada puede crecer. Excepto nuestro desasosiego, pero también nuestra admiración, tras su lectura.

Eduardo Arteta en Info Zazpi.



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