Un solete
Lunes 02 de Septiembre
Texto: Adrián Bernal
Fotografía: Matt Deavenport
En 1999, en el disco Brigadistak Sound System, Fermin Muguruza dedicaba una canción a los países centroamericanos tras el paso, el año anterior, del huracán Mitch por la región. La canción en cuestión —”Puzka”— venía a decir que, aunque el Mitch ya se había marchado, ese otro huracán llamado libre mercado seguía asolando la zona, a veces de manera sutil; otras veces, la mayoría, con extrema violencia.
Muguruza, que también dedicó en 2015 un álbum — Nola? Irun Meets New Orleans— a la música de Nueva Orleans, firma precisamente el prólogo de este Sigue adelante. Raza poder y música en Nueva Orleans, una crónica del día a día de las brass bands de esta ciudad después del huracán Katrina; un desastre que, como ocurrió en América Central con el Mitch, no solo arrasó con todo, sino que además puso de manifiesto la destrucción previa producida por las políticas neoliberales; políticas que, como explica Naomi Klein en La doctrina del shock, se acentuaron aún más tras el Katrina.
En Sigue adelante (publicado originalmente en 2013 como Roll With It: Brass Bands in the Streets of New Orleans), el antropólogo y periodista Matt Sakakeeny acompaña a tres de los grupos más importantes de la escena neorleana —Rebirth, Soul Rebels y Hot 8— por los conciertos y los funerales, por las celebraciones y las protestas, por las calles y las contradicciones de una urbe atravesada por la música y las desigualdades.
El libro, como confiesa el propio autor, está escrito como si de un desfile de brass band se tratara: siempre en movimiento, desplazándose incansable desde los graves de la tuba hacia los límites de la ciudad, buscando nuevas ideas y nuevos sentidos en ese diálogo continuo entre ritmos conocidos e improvisación. “Más que representar lo real, Willie [Birch, el ilustrador de Sigue adelante] y yo estamos creando otras manifestaciones de lo real”.
El relato de Sakakeeny avanza a contratiempo, al ritmo de ese diálogo, de esas contradicciones que experimentan cotidianamente las brass band de Nueva Orleans: la cultura como modo de vida, pero también como proceso emancipador; la relación entre la voz y el coro, entre el individuo y el colectivo —”el pulso fundamental de toda la música afroamericana”, explica Muguruza en el prólogo—; el conflicto entre costumbre e innovación, que representa el choque de dos generaciones, aquella vinculada a la lucha por los derechos civiles y otra más joven, llamada “generación hip hop”; o la reivindicación institucional de la identidad desde una perspectiva mercantilista (ese eufemismo de “poner en valor” que tanto gusta ahora a los gestores culturales), mientras que los principales representantes de dicha identidad, los músicos, carecen de estabilidad económica.
El eje del libro es la second line, es decir, la gente que en los desfiles y en los “funerales jazz” —como se denominan los entierros tradicionales en Nueva Orleans— acompaña a la banda (la primera línea) y acaba fundiéndose con ella en una especie de “máquina de guerra nómada” que no distingue entre artistas y espectadores y que solo puede entenderse en relación con el exterior; una paráfrasis musical de aquello que Deleuze y Guattari afirmaban en Mil mesetas: “Cuando se escribe, lo único verdaderamente importante es saber con qué otra máquina está conectada la máquina literaria”.
De hecho, Sakakeeny describe a las brass bands así: “La banda es una máquina en movimiento perpetuo, solo que no es una máquina sino un agenciamiento de seres humanos”. Esto es: una comunidad capaz de crear espacios críticos y no hegemónicos desde los que poder nombrarse y definirse a sí misma; desde los que hacer frente al poder y a sus lógicas de control y clasificación. Una máquina, entonces, que interactúa con los sonidos de la calle, con las personas que se encuentra en su camino y con un paisaje hostil a consecuencia de los planes urbanísticos.
Las brass bands funcionan como prácticas de resistencia que se apropian simbólicamente del espacio público y visibilizan de esta forma la especulación inmobiliaria que expulsa a la periferia a los habitantes con menos recursos
En este contexto, las brass bands funcionan como prácticas de resistencia que se apropian simbólicamente del espacio público y visibilizan de esta forma la especulación inmobiliaria que expulsa a la periferia a los habitantes con menos recursos.
La improvisación, las variaciones en el recorrido (que evocan la deriva situacionista) y en el repertorio de los desfiles resignifican el territorio —incluso lo hipersignifican: Sakakeeny utiliza la palabra “ultra-lugar” para hablar del barrio de Tremé, a propósito de la serie de televisión homónima—.
Al mismo tiempo, la máquina interpela a participar en esta “política del placer”, a sumarse al movimiento, a unir la voz al coro, manteniendo patrones musicales de raíz africana como la llamada-respuesta o el canto ininterrumpido, presentes en el blues y en los hijos del blues desde las work songs a los deejays.
“La ciudad no sería lo que es ahora si no nos la hubieran robado”, declara en mitad de un concierto Philip Frazier, líder de la Rebirth.
La gentrificación y la turistificación han echado a la población autóctona de sus vecindarios, o han aislado todavía más zonas que ya habían sufrido reordenaciones racializadas en la década de los 60. Los integrantes de las brass bands —en su mayoría negros, en su mayoría pobres— son profesionales de un sector, el cultural, profundamente precario y precarizado, en un entorno global de terciarización de la economía, pérdida de derechos laborales y crisis de las organizaciones obreras (el número de afiliados al sindicato de músicos de Nueva Orleans, cuenta Sakakeeny, “ha caído drásticamente a lo largo de los últimos años”).
El concepto de “clase creativa” se mezcla aquí con el de trabajador autónomo en una revisión posmoderna del self-made man yanqui, del individuo que solo necesita de su talento y motivación para prosperar. Sin embargo, los protagonistas de Sigue adelante chocan constantemente con obstáculos que poco tienen que ver con su actitud o con su habilidad como intérpretes.
Antes del Katrina, el urbanismo ya era una técnica dedicada a perpetuar las relaciones de poder. Las desigualdades generadas por la esclavitud primero y después por la segregación se lograron mantener, tras la abolición de las leyes Jim Crow, gracias, entre otras cosas, a programas gubernamentales de reubicación que solo se concedían a ciudadanos blancos, provocando la despoblación del centro en beneficio de los suburbios.
A su vez, este tipo de planificación fragmenta funcionalmente el espacio en lugares de residencia, lugares de ocio, lugares de trabajo y, también, lugares “marginales” —una de las características del capitalismo avanzado, como han demostrado autores como Henri Lefebvre o Jane Jacobs—, lo que perjudica aquellas prácticas sociales y culturales, como las brass bands, íntimamente enlazadas con la vida y en las que se entiende la ciudad como un todo.
En la era post Katrina esta tendencia ha ido en aumento. Siguiendo los postulados de la Escuela de Chicago, las autoridades aprovecharon el huracán para privatizar servicios básicos e implementar medidas que ahondaban la desarticulación del estado de bienestar.
Aunque, en teoría, la igualdad se consiguió hace décadas, el racismo y el clasismo perduran en las estructuras de mercado, en las normativas municipales (por ejemplo: se favorece una conservación del patrimonio cultural que a menudo esconde procesos de especulación pura y dura, pero se persiguen, mediante sanciones por tocar en la calle u ocupar el espacio público, las manifestaciones culturales contemporáneas y vivas) y, especialmente, en la presión policial ejercida sobre la comunidad negra. Esta violencia “desde arriba” desencadena otra violencia de carácter interpersonal, “desde abajo” —Nueva Orleans tiene una tasa de homicidios diez veces superior a la media estadounidense—. No obstante, esta última casi nunca es analizada en su contexto, sino que se asume, en los medios de comunicación y en los discursos públicos, que es una “patología racial”.
En cualquier caso, la “violencia estructural, la violencia interpersonal y la muerte tienen un impacto directo en la vida de los músicos”, y también en su trabajo. “El ejemplo de la economía de la second line obliga a revisar cualquier preconcepto de que la explotación equivale al racismo o de que la música negra es inherentemente una expresión de resistencia a la desposesión por parte de los ‘colonizadores’ blancos o el mainstream“.
En ocasiones, los primeros en infravalorar el trabajo de las brass bands son las mismas personas negras que consideran a intelectuales y artistas como representantes de toda la sociedad afroamericana. Los músicos tienen enormes dificultades para conseguir salarios y condiciones dignas en una ciudad que extrae un enorme rédito de su labor. A veces el único sueldo que reciben es la promesa de futuros bolos, o cobran cachés miserables en festivales que afirman respaldar el jazz de Nueva Orleans (pero pagan cantidades estratosféricas a estrellas pop), o se tienen que enfrentar —incluso físicamente— con las nuevas bandas para preservar sus contratos.
Y aun así, el sonido de Nueva Orleans no ha dejado de evolucionar durante más de un siglo, de las marchas al ragtime, del hot al swing, del funk al rap.
Una de las conclusiones más interesantes de Sigue adelante es que la tradición solo puede mantenerse viva, en movimiento, actualizándola, adaptándola, transformándola, afrontando sus contradicciones en un proceso interminable y extrapolable a otros contextos.