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Desperfectos de valor incalculable

Hay en estos días de verano una luz implacable, torrencial, a la que nada escapa. Será por eso que estamos en plena temporada alta de lo perfecto. Nos llegan por todos los canales imágenes de cuerpos perfectos, paisajes perfectos, fotos perfectas de momentos perfectos. En ellas nada sobra y todo está en su sitio, todo cumple su cometido y el mundo, podríamos decir, funciona como debe.

Las ciudades tienen también, faltaría más, su propia imagen de la perfección. Una ciudad perfecta es, en los tiempos que corren, una especie de cama elástica sobre la que se dejan caer inversiones y el dinero vuelve a subir con fuerza multiplicada en forma de beneficios. Muchas de ellas se encuentran, ahora en agosto, a pleno rendimiento gracias al turismo y la especulación inmobiliaria. El espacio público y las decisiones políticas se entienden, en este contexto, como ese tejido impulsor, funcional a la circulación y concentración del dinero.

Pasa con todas estas imágenes veraniegas que la vida real a menudo no les cabe. La gente que habita la ciudad tiene muchas veces intereses opuestos a los de las empresas y los bancos porque las personas necesitan y producen otras formas de riqueza que no computan en euros pero sí suponen un trabajo constante (riqueza relacional, cuidados, cultura, formación) fundamental para la construcción y el mantenimiento de la vida en comunidad.

En este marco se entiende mejor que, a ojos del Gobierno de Navarra, un palacio de Rozalejo vacío sea la mejor imagen posible de equipamiento público: no produce, no gasta, es valor en la reserva, a la espera de convertirse en inversión o ingreso. Es dinero en forma de inmueble y nada más. En cambio, un palacio convertido en gaztetxe es un enorme desperfecto, una anomalía, una tara inquietante, un michelín en el abdomen de la Pamplona del cambio. Y no hay por qué negarlo: el gaztetxe Maravillas es señal de vida, excedente sin valor de mercado, afirmación de que la ciudad no es sólo marca o escenario neutro para la libre circulación de capitales. Y no debemos olvidar que este tipo de centros sociales prolifera en muchas ciudades porque responde a necesidades muy similares en Málaga, Coruña, Nápoles, Terrassa, Madrid y Burlada. Ahora que el Estado y las administraciones públicas de todos los niveles han perdido toda capacidad de hacer de contrapeso al mercado, si es que alguna vez la tuvieron, no queda otra. Ahora que el dinero y el poder público se consagran a favorecer la inversión privada y a garantizar la rentabilidad de los negocios, es el momento de crear nuevas instituciones, más adecuadas al interés común, radicalmente democráticas, capaces de hacer frente a los diversos mecanismos de “acumulación por desposesión” que gobiernan la ciudad hoy en día.

Es evidente que, aparejada a la experiencia de los gobiernos llamados “del cambio”, ha resurgido una demanda de acceso radical a la cultura. O dicho de otro modo, de espacios en los que no sólo se consume sino que se produce y se gestiona de manera directa un tejido de saberes y relaciones. En estos espacios de experimentación no se generan visitas o estadísticas, sino una comunidad activa que se hace cargo de un bien común sin mediación del Estado ni del mercado. Son lugares muy necesarios, porque cada vez somos más quienes no podemos permitirnos estar pagando por casi todo y cobrando por casi nada como exige la ciudad mercantilizada. La ciudad perfecta es cruel y expulsa de sus circuitos de felicidad a quien no paga entrada.

Hay muchas razones, por tanto, para abortar esta absurda amenaza de desalojo y asumir que aquí nadie va a pagar los desperfectos. Los desperfectos, afortunadamente, son de valor incalculable y a la vez gratis, muy gratis. Es hora, de hecho, de entender que eso que Geroa Bai viene llamando “desperfectos” son en realidad un recurso clave. Los gaztetxes son ingredientes básicospara una ciudad que merezca la pena, donde la vida digna sea un derecho prioritario y no una variable del mercado. Necesitamos los desperfectos, en suma, porque en la ciudad perfecta no se puede vivir.

Luis Soldevila Mataix



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