Prólogo de «Lo que Engels no podía saber»
Miércoles 13 de Noviembre
Se tienen que sentir unas ganas enormes, me imagino, no sé ni de qué. De volver a casa, supongo, o tal vez de llegar a otra parte, de encontrar la isla del tesoro o, al menos, de no temer a la tormenta.
A la mitad de este curso la situación no es tan dramática, claro, pero uno siente la necesidad de echar el ancla, tomar aire y sacar el cuaderno de bitácora. Antes de que arranque el segundo fin de semana y se acumule la faena, será mejor que convierta las notas sueltas que tomé en algo más articulado, con suerte alguna idea.
Al contrario, sigue afectando a la composición del mundo hoy. Es la descripción más completa posible de un mapa muy grande, muy marcado por desplazamientos e intercambios de largo recorrido, que no ha hecho más que ampliarse y acelerarse: desde el comercio marítimo del siglo XVII hasta el tráfico digital de hoy en día, pasando por la industria discográfica que dominó el siglo XX.
Esas corrientes que ponen en contacto las costas de Europa, África y América se ven alimentadas constantemente por disputas de captura y escape, subordinación e insubordinación, orden e insurrección. Como el tablero de juego es tan amplio y turbulento, las victorias nunca son completas y las derrotas tampoco, la partida nunca acaba de resolverse y el resultado es un dinamismo creativo sin precedentes. El resultado se parece a una turbina musical que no pierde energía. El mecanismo, por otra parte, no trabaja en el vacío, sino siempre vinculado a comunidades vivas que se apropian de ese repertorio común en circulación y lo revitalizan.
Ya sea en la calle o en espacios propios, la música adquiere sentido y protagonismo cuando funciona como pegamento para recomponer comunidades. De hecho, en un momento en el que la disponibilidad de música en internet es casi ilimitada, el reto es conectar con la gente, articular comunidades que utilicen el lenguaje musical para reconocerse y reforzar sus vínculos. En realidad, el trabajo es más bien imaginar esa comunidad, prefigurarla y darle una música antes de que exista. Eso es así desde los tiempos de los primeros esclavos, vaya. El viaje a América se hizo en grupos muy heterogéneos: En un mismo barco viajaban personas con lenguas y culturas muy distintas, que en realidad sólo compartían el negro de la piel y su condición de esclavos. La música, entre otras experiencias e intereses comunes, claro, hizo posible que se creara una comunidad donde no existía nada. El reto de hoy no es muy distinto. ¿Cómo generar comunidades donde no las hay o están en descomposición? Una lección de la historia: lanzar envites de radicalidad suele funcionar. Si cuajan, provocan respuestas de adhesión muy fuertes y movimientos impredecibles.
Una vez apurada la copa del ciclo del '68 europeo, con el punk como última manifestación potente, la juventud blanca ha perdido la iniciativa. La cultura del sound system jamaicano y sus infinitas derivaciones (hip-hop, dub, techno, cumbia electrónica, grime, moombathon, trap, etc.) es el campo de experimentación más fértil desde hace años. ¿Cómo trabajar ese surco aquí y ahora? Parece que para que algo nuevo prenda hace falta que coincidan dos factores: por un lado, gente yéndose a la mierda; por otro, espacios de relación mínimamente autónomos (ni demasiado comerciales ni demasiado institucionales). En Euskal Herria, podríamos decirlo así, se da la segunda condición, pero no la primera. La ilusión de la clase media no acaba de desvanecerse y eso apuntala al rock como fetiche de una generación (y pico) abotargada por la nostalgia y el sobrepeso. Los tributos y las repeticiones de modelos pasados no nos van a dar una salida. Falta imaginar la comunidad que viene. Y en el camino, por pura necesidad, componer su música.
Luis Soldevila