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El acercamiento a la obra de Rodolfo Walsh difícilmente sortea el mito en torno a su persona: su compromiso político, su debate íntimo –y dramático– entre militancia y literatura, su adscripción a los grupos armados del peronismo, su sentido crítico también ante las adhesiones más rotundas, su asesinato y su condición de desaparecido son elementos que, inevitablemente, tiñen de épica su trayectoria en un tiempo difícil de la historia argentina. También la importancia insoslayable de su obra testimonial (Operación masacre es un auténtico hito del género), su periodismo «de acción» y su propio afán de afirmar la prioridad de la política sobre la literatura han dificultado, en ocasiones, una comprensión total de su escritura. Pese al silencio que el militante impuso al autor de ficción, sus diarios evidencian una y otra vez su necesidad de escribir. Esas notas privadas son, en palabras de Piglia, «como el diario de un adicto y esa adicción se llama literatura».

Sin embargo, más allá de clasificaciones y actitudes personales, el conjunto de su obra resulta excepcional por su talento eminentemente literario: toda ella –ficción y no ficción–está presidida por la búsqueda incansable de la «forma» idónea, por un magistral manejo de la composición del texto, del estilo, de las voces. Para él lo importante es la eficacia, eficacia en la denuncia, eficacia en el texto literario. Y aquí Walsh, que como narrador sólo escribió cuentos, se alza maestro indiscutible del género.