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Nota editorial de «Gasear, mutilar, someter»

El cinco de abril de 2012, la afición del Athletic de Bilbao celebraba el pase de su equipo a la siguiente eliminatoria europea. Hubo una pelea en una zona de bares cercana al estadio, que ya había terminado para cuando llegó la Ertzaintza: lo confirman los audios de las conversaciones entre los responsables policiales. Sin embargo, se produjo una intervención innecesaria, con una gran número de disparos a modo de simulacro de fusilamiento, y el joven Iñigo Cabacas recibió un pelotazo en la cabeza, falleciendo cinco días después. La sentencia confirma que los agentes limpiaron las armas en cuanto supieron que había un herido grave, sin establecer quién las había usado, para dificultar los análisis posteriores.

La violencia policial en la vía pública forma parte de la historia contemporánea, y el atrezzo de las herramientas técnicas empleadas ha ido cambiando con el tiempo. En estas tierras, desde la represión generalizada de la Guerra Civil hasta hoy, pasando por la dictadura y la transición, el paisaje social y político no se entiende sin las palizas y los tiroteos en las calles. Cuando las circunstancias lo han permitido, los golpes, disparos, balas perdidas y ejecuciones extrajudiciales han formado parte del repertorio expeditivo de las clases dominantes contra la protesta.

¿Qué aporta un estudio sobre el nuevo arsenal producido por la industria armamentística francesa, destinado a los cuerpos policiales de los regímenes violentos del sur global, pero también al empleo contra su propia población? Francia está a la vanguardia en la producción y aplicación de la tecnología de las armas no letales, tal y como pudo comprobarse en las revueltas de las banlieues de la década pasada, o en la campaña actual de los chalecos amarillos. Ambos ciclos de malestares sociales suman decenas de muertos, amputaciones de manos y perdidas de ojos.

Paul Rocher hace dos aportaciones clave para entender la deriva de los modelos policiales occidentales. En primer lugar, todo empezó en los años setenta, con la radicalización de las clases dominantes ante la caída de los márgenes de beneficio capitalistas. Desde entonces, la dificultad para la organización del consentimiento y la interiorización de la represión ha debilitado la capacidad del Estado de derecho para la reproducción del orden establecido. Los mecanismos para el control de la población a través de la violencia simbólica y de la manipulación ideológica son crecientemente insuficientes para contener los conflictos sociales y la lucha de clases. La crisis sistémica que estalló en 2008, con la clausura del ascenso social para la mayoría de los sectores populares y el desclasamiento de amplios segmentos intermedios, ha acelerado su huida hacia delante. En ese camino, se estaría llevando a cabo un vaciado de la democracia liberal, y una normalización del Estado de excepción permanente, ese campo político donde lo extraordinario se convierte en norma. Se crean nuevas infracciones, se amplía la definición de las ya existentes, se añaden circunstancias agravantes que endurecen la calificación penal y aumentan las penas, se incrementan los poderes policiales, y se reducen las libertades. La segunda aportación relevante del autor tiene que ver con el tono eufemístico del concepto armas no letales, que además de sembrar la confusión sobre su verdadero poder mortífero, enmascara el aumento del uso de la violencia policial en la agenda securitaria de este siglo. No es que ahora se gestionen con armas no letales los problemas que antes se resolvían con armas letales, sino que se utilizan armas supuestamente no letales donde antes no se empleaba ningún tipo de arma.

En definitiva, cada vez hay más intervenciones policiales y con un uso creciente de armas no letales. La utilización de balas de goma, gases lacrimógenos, granadas aturdidoras o pistolas eléctricas en protestas civiles, celebraciones futbolísticas, o la frontera, no para de crecer. Sólo en lo que respecta al Reino de España, y desde 1978, Guardia Civil, Policía Nacional, Ertzaintza y Mossos d'Esquadra han matado a 24 personas y han dejado heridas graves a otras 44. Las sanciones, en los pocos casos con pruebas irrefutables de mala praxis, han sido anecdóticas.

Amparado en un manto de impunidad, el uso de armas no letales por parte de los cuerpos policiales cotiza al alza, a pesar de los muertos y heridos graves, de mutilaciones y secuelas permanentes. La hora de la venganza de las clases dominantes demanda más tipificaciones penales, y más policía guiada por el imperativo de disparar más, y más rápido. Frente a todo ello, el autor señala la necesidad de construir un frente amplio para exigir el control popular del armamento y con llevar la agenda de la protesta a la geografía de las clases dominantes. ¿Cuál sería su declinación a este lado de los Pirineos?

Iruñea-Pamplona
Noviembre de 2021



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