Un solete
Irailak 02 Astelehena
El aire es lo que frena al pájaro, lo que le impide ir más y más rápido. Sin embargo, el aire es también lo que le permite volar; sin aire sus alas barrerían el vacío y no lo podrían impulsar. Lo mismo le ocurre al pez con el agua. Pues bien, hagamos un ejercicio. Tomemos una metáfora similar y llevémosla algo más lejos. Hablemos del suelo áspero, rugoso, y de nuestro pie, que se impulsa y se frena contra él. El suelo nos determina y nos sitúa, nos atrae. Y al mismo tiempo, nos permite movernos, avanzar. Lo mismo ocurre con las personas con quienes compartimos la vida. Sin esas personas, simplemente dejaríamos de existir. No solo porque moriríamos de inanición (algo que olvidan los manuales de autosuficiencia), sino porque dejaríamos de ser quienes somos, ya que el acceso a la mayor parte de lo humano es siempre compartido. Y lo interesante es que eso que compartimos no es el resultado de la confluencia de individuos ya formados, sino algo previo. Previo incluso al lenguaje y a toda experiencia, como bien explica Marina Garcés.
Nos estamos desviando. Hablábamos de la metáfora del suelo áspero. Ese suelo que nos atrae (luchamos cada día más de 15 horas por separarnos de él, pero siempre sucumbimos a la horizontalidad), y que al mismo tiempo nos permite saltar, movernos. Correr. Si el suelo resbalase mucho, muchísimo, no podríamos ni ponernos de pie, ni por supuesto caminar ni un paso. Lo mismo ocurre con lo humano, con la vida compartida. Decimos que algo «nos resbala» cuando no nos toca, cuando no nos afecta. Ese afecto siempre es ambivalente: sentimos mucho afecto por alguien (lo cual es bueno) y lloramos porque lo que alguien dice nos ha afectado (nos ha hecho daño). La gente con la que vivimos nunca nos resbala, siempre nos afecta en uno u otro grado. A veces sentimos la aspereza de eso común, la sufrimos, otras veces disfrutamos de ese roce, de ese contacto, y en otras ocasiones utilizamos ese rozamiento para movernos, para irnos, para huir.
Esa aspereza, fuente de determinación y de libertad, es la que Vivian Gornick llama «apego feroz». La editorial Sexto Piso ha recuperado un texto de 1987 de esta feminista norteamericana en el que se narran de manera detallada y magistral esa infinidad de anécdotas, conversaciones fallidas y pensamientos compartidos que hacen del apego entre una madre y una hija algo feroz. A través de ellas el lector, la lectora, descubrirá una infinidad de excusas para pensar cuestiones centrales de la vida, de las relaciones, de los cambios en las estructuras sociales, en los roles de género, en el papel del amor... Y todo ello sin renunciar al disfrute de la fina narrativa de lo íntimo, de esa literatura que permite conectar la experiencia concreta con lo más universal.
Imanol Miramón