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Raúl Sánchez Cedillo / activista y escritor
Pablo Iglesias 29/10/2022
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Raúl Sánchez Cedillo acaba de publicar Esta guerra no acaba en Ucrania (Katakrak). El libro describe el régimen de guerra como estructura política global que define las nuevas lógicas políticas de nuestro presente.
En él se analiza el actual conflicto tomando como referencia la Primera Guerra Mundial. En un contexto de competición interimperialista aparece una vez más la forma más extrema de defensa del mando capitalista: los fascismos.
Raúl, que forma parte de la Fundación de los Comunes y es, a mi juicio, uno de los analistas políticos con más formación intelectual de nuestro país, nos ha atendido para conversar sobre los temas del libro.
¿Por qué te decidiste a escribir Esta guerra no termina en Ucrania?
Las compañeras de la editorial Katakrak apreciaron los artículos que había publicado tras la invasión rusa y me plantearon escribir un libro rápidamente. ¡Sabes bien el reto que eso supone para mí! Aunque algo más tarde y con más páginas de lo previsto, lo conseguimos. Este golpe de espuela vino a coincidir con mi necesidad de seguir escribiendo sobre un conflicto del que podemos decir que determina lo que queda de siglo, sin que aún sepamos cómo, aunque casi todo indica que, salvo que se dé una revuelta política y social en el continente europeo, será para mucho peor.
No podemos descartar nada. Cuanto más se prolonga la escalada militar entre bloques dotados de armamento nuclear y en cualquier caso de armas suficientes, convencionales y biológicas, para provocar una devastación sin precedentes, más urgente se vuelve la revuelta para evitar un largo periodo de guerra, autoritarismo y/o fascismo en el contexto de la penuria energética, los eventos extremos cada vez más frecuentes provocados por el calentamiento global y grandes procesos migratorios de personas y comunidades que huyen de la guerra, el hambre, la desertificación o la falta de agua potable.
Cabría pensar que estoy cayendo en una posición catastrofista por un sesgo eurocéntrico, es decir, porque, tras haber visto la guerra desde la barrera durante décadas, estalla ahora una en la que el continente europeo se convierte en el campo de batalla, no solo de la guerra convencional, sino de la guerra híbrida: infoguerra, sabotajes de infraestructuras, retórica nuclear 50 años después de la crisis de los misiles en Cuba, etc. No lo creo así.
Hace tiempo que el sistema mundo capitalista ha entrado en lo que Arrighi y Silver preveían como una fase de caos sistémico y que, desde su punto de vista, se explica por el declive de la hegemonía estadounidense desde 1945, un declive que no significa en absoluto una pérdida de la posición hegemónica. Estados Unidos es el país con el mayor déficit por cuenta corriente del mundo y ha sufrido un desplome, no solo de su producción manufacturera, sino de los principales indicadores de desarrollo humano desde la década de 1980, pero continúa siendo la mayor potencia militar del planeta. Tiene 750 bases militares en unos 80 países y sus satélites, aviones y barcos surcan todas las regiones del globo sin descansar un solo día. Además, sigue controlando el futuro de la humanidad mediante la hegemonía del dólar como principal divisa de reserva y comercial, y con el Tesoro y Wall Street como principales receptores netos de los superávits por cuenta corriente de países exportadores como Alemania, China, Japón, Países Bajos o, hasta hace bien poco, ¡Rusia! A estas alturas, cabe decir que la propia existencia de Estados Unidos como Estado nación está vinculada al mantenimiento de esa hegemonía a toda costa.
Si este caos sistémico no fuera suficiente, hay que añadirle los procesos de turbulencia vinculados no solo al peak oil y a los rendimientos decrecientes del extractivismo energético, sino a la irrupción de la finitud (energética, alimentaria, de materiales y recursos naturales) en medio de un capitalismo cuyo espíritu está en manos de psicópatas como Elon Musk, Mark Zuckerberg o Jeff Bezos.
La vulnerabilidad de los sistemas de salud frente a pandemias como el covid y los eventos climáticos extremos combinan lo que, más allá de Arrighi y Silver, prefiero llamar un periodo de caos ecosistémico. ¡Qué periodo tan oportuno para que estalle una guerra entre potencias nucleares que está implicando no solo a Europa, sino a todo el planeta! Por eso hemos escogido el título de Esta guerra no acaba en Ucrania, porque la realidad de una invasión imperialista como la rusa no puede eliminar el contexto en el que se produce, que hace que sea ridículo, cuando no irresponsable, pensar que puede verse y tratarse solo como una violación de la Carta de Naciones Unidas y de la Convención de Ginebra. Por los actores, los aliados, la historia misma de Ucrania, tenemos que pensar que estamos ante el probable inicio de una guerra mundial en plena Europa en medio de una crisis ecosistémica en el sistema mundo capitalista. ¡He visto motivos más espúreos para escribir un libro urgente!
En el libro utilizas la expresión “régimen de guerra”. ¿Qué significa?
Significa fundamentalmente la introducción del esquema amigo-enemigo en las acciones de gobierno en la política exterior y en la política doméstica. Es decir, el régimen de guerra se aplica a las relaciones entre partidos y fuerzas políticas, entre el gobierno y las luchas políticas y sociales, en la esfera pública de los medios de comunicación y de las redes sociales, y en la práctica real de las libertades de expresión y de manifestación. Esta introducción de un esquema amigo-enemigo en la acción de los gobiernos constitucionales pasa por la producción y difusión narraciones en la que se imputa al enemigo (construido, más o menos explícito, siempre presente bajo nuevas formas y designaciones) el agravamiento de las crisis y de sus efectos. Al enemigo se le atribuye la responsabilidad de las medidas antipopulares que se hayan tenido que adoptar, ya se trate de un “pacto de rentas”, de moratorias en el abandono de combustibles fósiles, de aumento de los presupuestos militares o incluso de la intervención en misiones militares.
Hablar de régimen de guerra no tiene mucho sentido en el caso de Rusia, porque desde la caída de la URSS y el golpe de Boris Yeltsin, la guerra de Chechenia ha servido a lo largo de los años para la afirmación brutal del poder de oligarcas y siloviki (ex miembros de las fuerzas de defensa y seguridad) del Kremlin frente a cualquier adversario, político y social. Desde la anexión de Crimea y el apoyo a las repúblicas del Donbass, asistimos más bien a un modulación en un régimen de autoritarismo y militarización crecientes.
En el caso de los países de la UE, sin embargo, el proceso de instauración del régimen de guerra interviene en una coyuntura en la que, tras la pandemia del covid y la inminencia escandalosa de una crisis climática y medioambiental profunda, se había abierto un periodo de aparente ambivalencia, con una cierta correspondencia con los procesos de lucha política en Estados Unidos (Black Lives Matter, el 2018 de la cuarta ola del feminismo en el país, la nueva oleada de sindicalización de las fuerzas de trabajo multirraciales en las grandes cadenas y plataformas de la distribución, la logística y la restauración), y en el que, como sucedió a partir de 2008, se daba por muerto al neoliberalismo y su régimen de financiarización y de generación de rentas mediante el endeudamiento de clases medias y trabajadoras.
Esta vez la situación se ve agravada por los efectos económicos, sociales y psíquicos de la pandemia, el retraso criminal en los procesos de descarbonización de la actividad económica y social y, no menos importante, la amenaza que para la UE supone el ascenso creciente de las derechas supremacistas y nacionalistas en los países miembros y, por lo tanto, en las instituciones comunitarias.
Pacto Verde Europeo, Fondos Next Generation con sus Planes de Reconstrucción y Resiliencia, directivas comunitarias sobre contratos temporales, salario mínimo, sobre falsos autónomos empleados por plataformas logísticas (en proyecto)... era demasiado bonito.
Quienes no ven la relación entre la apuesta bélica a largo plazo de los países de la OTAN, bajo el comando estadounidense, y la solución por arriba a, por un lado, las contradicciones de clase entre las oligarquías financieras y su bloque social rentistas y las rentas del trabajo dependiente formal e informal y, por otro lado, las contradicciones regionales entre ricos y pobres fiscales en la UE, no están en condiciones de oponerse a la nueva oleada de austeridad y autoritarismo, porque son incapaces de ver que el régimen de guerra es una huida hacia adelante de un proyecto europeo completamente secuestrado por las oligarquías financieras, corporativas, políticas y mediáticas, que prefiere la guerra y los estados de alarma y excepción a cualquier ensayo de New Deal o de dialéctica reformista entre luchas sindicales, feministas, migrantes, ecológicas y LGTBIQ y el abandono del régimen de acumulación del capital financiarizado. La respuesta bélica y militarista de la UE a la invasión rusa de Ucrania ha reducido a lo testimonial la probabilidad de un curso reformista del bestial esfuerzo financiero y fiscal que suponen los planes europeos. Antes al contrario, asistimos a un proceso en el que la federalización fiscal, económica, militar y diplomática de la UE, que no cambia la estructura de poder financiero y corporativo, sino que la coordina de forma centralizada a través de la Comisión, se enfrentará a las tendencias centrífugas y disolventes provocadas por la nueva oleada de austeridad, consecuencia de la subida de tipos por parte de la Reserva Federal y del BCE, y que solo podemos leer como un golpe de mano oligárquico para poner fin a toda veleidad postneoliberal o socialista en la salida de la depresión postpandémica y en el proceso de descarbonización.
En este sentido, no hay que despreciar la estrategia a largo plazo del Kremlin, dentro de la demencia general en la que se mueven los dirigentes políticos mundiales. La afinidad manifiesta entre los imperialistas reaccionarios del Kremlin y una parte de las derechas supremacistas en Europa y Estados Unidos lleva a pensar que estas últimas serán las beneficiadas por la explosión de las contradicciones internas de la UE. Y esto no lo evitará la hipocresía de los valores que enarbola la Unión: vemos que no tiene ningún problema en pactar con los derechistas polacos, indistinguibles de los rusos respecto a políticas de género y LGTBQI, pero enemigos históricos de las pretensiones imperiales del Kremlin, contrarias a las suyas. Por no hablar del activista de los derechos humanos Recep Tayyip Erdoğan y demás aliados.
En la primera parte de tu libro explicas algunas de las claves sobre el origen de la guerra entre Ucrania y Rusia en el contexto postsoviético y señalas los discursos que normalizan las dinámicas, militares y civiles, de la guerra. ¿Cuáles son esos discursos?
En el lado emisor ruso y bielorruso, así como en los discursos surgidos de la pandemia rojiparda y de lo que en el libro llamo el neoestalinismo zombi, se considera que la invasión rusa era inevitable debido a la creciente agresividad de la OTAN desde 2004, con motivo de la Revolución Naranja ucraniana y de las respuestas a las solicitudes de Georgia desde 2003. Para ellos la intervención de Vladimir Putin en la Conferencia de Seguridad en Múnich en febrero de 2007 sirve de prueba de que el régimen ruso siempre tuvo intenciones pacíficas y de que advirtió con suficiente antelación de lo que podría pasar si la expansión de la OTAN no se detenía y si no se alcanzaba un nuevo acuerdo vinculante de seguridad mutua que pasara por la neutralidad de los países limítrofes con la Federación rusa. En estos discursos, todo es un plan de Estados Unidos para acabar con la escasa autonomía diplomática e incluso económica de la UE y para fulminar un serio contrincante en el tablero geopolítico mundial, despejando el camino para el enfrentamiento estratégico con China. Pero dentro de este campo hay matices: no es lo mismo el apoyo algo alucinatorio de Evo Morales a Putin, considerándolo un líder antiimperialista, que responde a una forma de realpolitik clásica, que la transformación rojiparda (para entendernos, un fascismo “de izquierdas”) en curso, en la que están precipitando y convergiendo los instintos y afectos más resentidos, reaccionarios, racistas y patriarcales de las generaciones viejas y jóvenes del estalinismo residual con las posiciones nacional revolucionarias y neocomunitaristas de un Benoist, un Fusaro, un Dugin o, recientemente, un Jose Mari Esparza. En este campo hay un aspecto civilizatorio que es opuesto y simétrico respecto a los valores esgrimidos por la UE y Estados Unidos: se defiende la nación, la tradición, la clase obrera blanca y sus raíces lingüísticas y culturales, la familia, el género y la sexualidad patriarcales. Las migraciones se entienden como una masa manipulada por las “élites globalistas” (sic) para destruir la nación y la (imaginaria) clase obrera nacional. Hay una convergencia espantosa entre el anticomunismo poco disimulado de Putin, y sus oligarcas y siloviki, y el estalinismo policial, militarista, patriarcal y paranoico del autodenominado “campo antiimperialista”.
En lo que respecta a los discursos de lo que el Kremlin llama el “colectivo occidental”, tenemos, como decía, la versión opuesta y simétrica de lo anterior. Como escribía Bill Clinton en The Atlantic poco después de la invasión: hicimos lo posible por integrar a Rusia en el club de las naciones democráticas, pero el intento se reveló imposible. La OTAN es una organización militar de defensa de las democracias liberales en Europa y solo un poder totalitario puede oponerse a su expansión. Tanto Alemania como Francia y la OSCE hicieron lo posible para aplacar las ansias expansionistas de Rusia con los Acuerdos de Minsk, pero antes lo intentaron Sarkozy o Merkel. La larga continuidad de la Ostpolitik alemana ha terminado: de la diplomacia comercial pasamos a un engendro de superioridad moral civilizatoria y de rearme cuyos peligros ha señalado el nada radical Jürgen Habermas. Hay que ver los nexos entre los discursos mortíferos de Úrsula von der Leyen (“los ucranianos están dispuestos a morir por el sueño europeo”) y “el jardín y la jungla” del cada vez más desinhibido Borrell, que parece un personaje de Teléfono rojo de Kubrick. En Europa la guerra está sirviendo para un intento de construir un bloque de poder entre los dos lados del neoliberalismo y del eurocentrismo neocolonial: el Partido Popular Europeo y las extremas derechas atlánticas, como Meloni o Vox, y las socialdemocracias tradicionales y verdes, contra toda impugnación emancipadora de tipo socialista, comunista y anticolonial y, supuestamente, contra las extremas derechas prorrusas. Excelente idea: la historia nos enseña que en la guerra ganan siempre los extremos dictatoriales, y que la relación entre neoliberalismo, colonialismo y fascismo es íntima y demostrable: al final los fascismos son la mejor “solución provisional” para las clases propietarias.
Dices que la referencia histórica más importante para entender esta guerra y el presente político del mundo es la Primera Guerra Mundial, no la Segunda. ¿Qué quieres decir?
El uso de las analogías siempre supone problemas y equívocos, hay que manejarlas con cuidado. Para empezar, debería llamar nuestra atención que los dos bandos en esta guerra se acusan mutuamente de nazis y totalitarios. Putin sería un trasunto de Hitler, mientras que Zelenski encabezaría un régimen nazi y banderista, utilizado como ariete contra Rusia por las elites “globalistas” degeneradas, sin suelo, patria, cultura o comunidad, lideradas por el gobierno Biden. Esta explotación narrativa y propagandística del resultado de la Segunda Guerra Mundial oculta rasgos que, si atendemos a la Primera Guerra Mundial, se nos presentan con mayor claridad: un conflicto entre bloques imperialistas en torno a un Estado pivote, que a su vez está lacerado por una guerra civil de independencia, sobre el telón de fondo de una hegemonía que comienza a declinar, la británica, y de un imperio de la semiperiferia que pugna por entrar en el centro del sistema mundo, el ruso.
En la guerra de Ucrania, el fascismo está equitativamente repartido entre ambos bloques
Hay otros aspectos de la Primera Guerra Mundial que ayudan a entender esta: la arrogancia moral con la que ambos bandos venden la guerra como una cruzada civilizatoria y, al mismo tiempo, la inconsciencia o, como ha escrito Christopher Clark sobre la Primera Guerra Mundial, el “sonambulismo” con el que se impulsa el militarismo y se exige la victoria incondicional en un conflicto que es ya el inicio de una conflagración mundial en el que se esgrimen armas termonucleares. Otro aspecto que tiene profundas resonancias con aquel periodo de fanatismo nacional y de “unión sagrada” de julio de 1914: la criminalización del pacifismo, como si fuera una máscara del esfuerzo derrotista del bando contrario.
Lo que sin duda no funciona en la referencia a la Segunda Guerra Mundial es la analogía que presenta la guerra en Ucrania como una lucha entre democracia y fascismo y/o autoritarismo: mucho me temo que el fascismo está equitativamente repartido entre ambos bloques.
Describes también una correlación entre el régimen de guerra y los nuevos fascismos. ¿Podrías explicar esto?
No solo una correlación, sino también una cierta causación, al menos como efecto multiplicador y acelerador. Esta es una de las premisas del libro y el acicate de su urgencia: en la Primera Guerra Mundial asistimos por primera vez a los fenómenos de movilización general, de conversión de las poblaciones y de la economía en una inmensa máquina de guerra militar y social. La guerra de las trincheras, las armas químicas, el uso de los tanques, la lluvia de obuses y las “tempestades de acero” de Jünger determinan una fusión de altas energías en distintas vetas de la cultura política y la subjetividad conservadora, colonial, patriarcal y militarista europea.
La “vivencia” traumática de la guerra y las consecuencias de la derrota (en el caso alemán y austrohúngaro) o de la “vittoria mutilata” en el caso italiano, catalizan las pasiones mortíferas y las narraciones de lo que se ha llamado la “revolución conservadora”, de la que nacen las variantes fascistas. Aquí hay una relación íntima entre la guerra y las máquinas de guerra modernas y sus efectos sobre los cuerpos y la subjetividad. En las máquinas de guerra, tanto militares como sociales, hay siempre el peligro de la guerra como un absoluto, algo que Deleuze y Guattari han llamado una pasión del agujero negro o una línea de abolición, donde el dar y encontrar la muerte, la anticipación y la voluntad de catástrofe, son una especie de emblema ético y metafísico, una fuente de valores.
Si pensamos en la guerra actual, que se dice híbrida, no lineal, sin restricciones, tanto militar como social e “informativa”, la instauración de los regímenes de guerra crea una suerte de ecotopo expansivo en el que prosperan los fascismos vinculados a las máquinas de guerra militares, sociales y mediáticas. Solo por esto parar esta guerra es un imperativo absoluto, contra todo campismo y toda propaganda de ambos bloques. Se da así la paradoja de que, en nombre de la lucha contra el totalitarismo o el fascismo, se crean las mejores condiciones políticas, sociales y mediáticas para que prosperen nuevos fascismos peores si cabe que los históricos.
Reivindicas el pacifismo como el motor de lo que debería ser un gran movimiento social y político europeo. Todavía parece que estamos lejos de ver en Europa movilizaciones antiguerra como las que vimos en 2003. ¿Cabe esperar que esta situación cambie en los próximos meses?
Hay algo muy perturbador y espantoso en la pasividad de las mayorías sociales ante la escalada belicista antes y después de la invasión rusa, así como en el entusiasmo bélico del centroizquierda progre europeo y estadounidense: su furia, su arrogancia moral y su desenvoltura en la propaganda y en el belicismo de cruzada civilizatoria. Todavía no se han estudiado suficientemente las causas de ambos fenómenos. En el Reino de España el movimiento por la paz ha sido una fuerza fundamental para la recomposición y la expansión de lo que podríamos llamar la izquierda social y, por lo tanto, también de la política. Del movimiento contra el ingreso en la OTAN en la primera mitad de la década de 1980 hasta el referéndum de 1986 surgió, entre otras cosas, Izquierda Unida, pero sobre todo una renovación generacional de los movimientos sociales que luego emprenderían la campaña de insumisión al servicio militar, desde 1989 en adelante. No podemos imaginar el gobierno Zapatero ni después el 15M sin la transformación ética de amplias mayorías que supuso el movimiento contra la guerra de Irak. ¿Por qué no ahora, precisamente en el Reino de España?
Apunto algunos motivos que no pueden leerse de forma aislada, sino en su combinación operativa: el propio carácter brutal y mediatizado de la invasión rusa; la excelente máquina de propaganda ucraniano-estadounidense y sus extensiones en redes sociales; el hecho de que la izquierda esté en el gobierno y la ambigüedad de las fuerzas del grupo confederal en el Congreso, salvo Podemos, respecto a la guerra y la militarización en la UE que, al mismo tiempo es la que reparte condicionalmente los fondos que evitan el desplome social. Veo sin embargo dos claves decisivas: por un lado, la invasión rusa ha roto el espinazo a la izquierda europea, dividiéndola y acelerando la transformación militarista de secciones tanto atlantistas como prorrusas; por otro lado, esta vulnerabilidad no se entiende sin tener en cuenta la profunda depresión y perturbación que la gestión capitalista de la pandemia del covid ha tenido sobre la psique global y sobre la percepción del valor de la vida: por un lado hay líneas de frustración, venganza y paranoia y, por el otro, líneas de reconstrucción del cuerpo en su interdependencia material y afectiva, líneas de reconstrucción del cuerpo, de los valores de la cooperación y del amor del común contra el absolutismo de la ganancia, el poder y la propiedad capitalistas.
El telón de fondo de esta guerra que va haciéndose mundial es un capitalismo globalizado con sus centros de poder que se enfrentan a la finitud y la resistencia del planeta Tierra y de su biosfera, y que además se dispone a aplicar una austeridad fiscal sobre las mayorías trabajadoras que están conduciendo a condiciones de vida insoportables para la mayoría de los seres humanos. En este contexto, la guerra vuelve a presentarse como una solución de las contradicciones, como una “guerra ordenadora” en lo interno y en lo externo. La resistencia a la guerra es inevitable y pienso que la veremos crecer cada vez más en los próximos meses. Pero eso no significa necesariamente que la resistencia pueda convertirse en ofensiva. La experiencia histórica enseña que el pacifismo sin revuelta ha perdido siempre la partida. Por eso propongo lo que llamo una “paz constituyente”: el vínculo de la resistencia, la desobediencia, la deserción y el sabotaje de la guerra con las luchas laborales, feministas, LGTBIQ, anticoloniales, antifascistas, ecologistas y por la sanidad y la educación, en un movimiento múltiple pero convergente, en un proceso de revuelta que, como en Chile, determine en el Reino de España, en la UE y ojalá en Rusia, nuevas formas de poder popular. En el caso hispano, estamos hablando de una democracia emancipadora y antifascista, de la lucha contra los nexos entre guerra, austeridad, concentración de la riqueza y autoritarismo como un lucha por una república confederal, que es aquello que el 15M nos permitió pensar como algo nuevo, factible y no nostálgico, y que las fuerzas sociales y las izquierdas políticas han sido incapaces de conseguir.