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«¿Quién tiene derecho al monumento» en NUEVA REVOLUCION

Daniel Palacios y José María Durán: ‘El Estado ha impedido que las clases populares produzcan su propia memoria en un espacio público’

Entrevistamos a los historiadores Daniel Palacios González y José María Durán Medraño, autores de ‘¿Quién tiene derecho al monumento?’.

Por Jayro Sánchez | 4/10/2025

Daniel Palacios González (Móstoles, 1991) y José María Durán Medraño (Vigo, 1971) son doctores en Historia del Arte por la Universität zu Köln y la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Están especializados en la investigación de las políticas de memoria y avalados por su prestigiosa trayectoria en diversas instituciones universitarias internacionales.

Acaban de publicar ¿Quién tiene derecho al monumento? (Katakrak, 2025), una obra en la que contemplan el patrimonio como un componente más de confrontación dentro de las luchas anticapitalistas, antipatriarcales y antiimperialistas. Hablamos con ellos sobre su último trabajo.
Un monumento, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (RAE), es «una obra pública y patente, en memoria de alguien o algo». Está claro que se construye para no olvidar, pero ¿quién o qué tiene derecho a ser recordado?

En este libro, nosotros afirmamos que los monumentos no son elementos exclusivamente eurocéntricos y universalistas y que, por lo tanto, deben ser ubicados en su contexto.

Tu pregunta plantea muy bien el dilema sobre el que desarrollamos nuestra tesis, que es que las obras de arte no se sostienen sobre sus pedestales, sino sobre las relaciones económicas, políticas y sociales que las hacen posibles.

Debemos asumir que un determinado grupo o clase social puede sentirse representado de manera positiva por un objeto patrimonial que, a su vez, tiene un significado muy violento para otro colectivo.

Algunos de los lugares donde se han escenificado estas contradicciones son EE. UU., donde el movimiento Black Lives Matter ha organizado concentraciones para retirar estatuas dedicadas a generales confederados, y México, en el que se cuestiona la conveniencia de seguir homenajeando a figuras del gobierno colonial español.
Entonces, ¿el recuerdo es también una forma de legitimación?

El monumento moderno surge con esa precisa idea. En la Italia del siglo XV, las nacientes clases burguesas y el papado decidieron emprender trabajos de conservación sobre artefactos y ruinas del pasado. Mientras tanto, comenzaron a construir nuevas estatuas ecuestres, palacios y templos con la intención de emular a los gobernantes del Imperio romano y, de esa forma, validarse como sus iguales.
Puede que uno de los mejores ejemplos de este fenómeno sea el de la dictadura franquista, ya que muchos de los monumentos erigidos por sus autoridades venían a reforzar su relato de que la Guerra Civil (1936-1939) había sido una nueva cruzada patrocinada por los herederos de la España imperial y católica contra el comunismo y el ateísmo.

En efecto. Los monumentos a los caídos levantados en Guadarrama, Pamplona, Zaragoza y otras ciudades hacen uso de lenguajes del pasado con los que se crea en torno suyo una falsa atemporalidad. Y esa misma cualidad es la que permite dotarlos de la apariencia patrimonial necesaria para garantizar su conservación.

Por otra parte, su establecimiento en el espacio público da paso a una idea engañosa de consensualidad, ya que no son reconocidos como una propiedad común por muchos de los sujetos a los que interpelan.
Por vuestras palabras, intuyo que entendéis la memoria como un concepto no solo individual, sino colectivo.

Ya que estamos hablando de España, nos gustaría decir que las actuales políticas que está ejecutando su Gobierno llevan la memoria a un plano individual, familiar, personal, emocional y subjetivo que niega en redondo su clara condición estructural.

Sin embargo, la experiencia de décadas nos lleva a pensar que esta es una práctica colectiva que se realiza en objetos y hechos materiales, como la colocación de flores, piedras o placas en las fosas comunes de los represaliados republicanos por parte de sindicatos, partidos y vecinos durante la Transición (1975-1982) o, incluso, la posguerra.
¿El monumento es un elemento de confrontación inserto en la más amplia lucha de clases?

Es un artefacto disponible para diferentes estrategias que se pueden expresar en una coyuntura histórica determinada. Como te decíamos, en ese sentido, el libro confronta una visión eurocéntrica, unidireccional y liberal sobre lo que es el monumento con toda su historia de radicalidad en la Unión Soviética, China, Cuba, Argelia, Ghana, Palestina, Etiopía…
De nuevo, el caso de España sirve para analizar el patrimonio como un fenómeno en discordia dentro del propio conflicto interclasista. Franco aseguraba que la basílica de Cuelgamuros fue edificada para reconciliar a sublevados y republicanos, aunque los familiares de estos últimos nunca consintieron su enterramiento allí. La polémica llega hasta nuestros días. ¿Cuál es vuestra opinión sobre el asunto?

La idea de la resignificación de los monumentos para que se conviertan en espacios «neutrales» de revisión de la memoria no es nueva. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE), el Partido Popular (PP) e incluso Izquierda Unida (IU) la han aplicado con la eliminación de placas y cruces en todos los municipios de nuestro país.

Ahora, se revive para asegurar la conservación de un legado fascista que permite a sectores progresistas concretos promover la pedagogía del miedo y, con ello, garantizar su posición gubernamental.

Los trabajos de Sandrine Lefranc y Sarah Gensburger sobre las políticas de memoria en los últimos 20 años demuestran que la noción de que recordar el pasado ayuda a no repetir sus errores en el futuro solo es una creencia.

De hecho, los estudios sociológicos y psicológicos acerca del tema detallan que producen todo lo contrario: un resurgimiento del fascismo en nuestras sociedades a través de pensamientos intolerantes y discriminatorios.
Los monumentos que homenajean a los derrotados en la Guerra Civil son pocos, y la mayoría de ellos se han construido, como explicabais antes, de manera artesanal y por iniciativa familiar. ¿El Estado es responsable de este olvido interesado?

Desde luego. Con la ayuda de los terratenientes, los burgueses y el clero, ha impedido de forma sistemática y absoluta que las clases populares puedan producir su propia memoria en un espacio público. Esto también ha ocurrido en otras partes del mundo, como Chile, México o Bangladesh.

Por decirlo de una manera más general y teórica, lo que vemos en esta dialéctica es la lucha de clases, antiimperialista, antipatriarcal y antirracista reflejada en dos tipos de monumentos. Unos que son populares, precarios y colectivos. Y otros que son financiados por unos Estados y unas clases dominantes que hablan de reconciliación para evitar que nos demos cuenta de que ese espacio está en disputa política.
Lo que venís a decir es que la configuración liberal y burguesa de las instituciones de muchos países tiene relación con su manera de actuar frente a los monumentos populares.

Exacto. Los relega a espacios subalternos.
A pesar de ello, nuevos Estados alternativos cuyo control recayó en las manos de la clase trabajadora surgieron en todo el mundo a lo largo del siglo XX. ¿Sus políticas patrimoniales supusieron la creación de una memoria popular más consolidada y contrahegemónica?

La experiencia de la revolución soviética abrió un horizonte de posibilidades al resto del planeta. Era la primera vez en la historia en la que el pueblo tomaba el control de los medios de producción y de los pedestales.

Y esto es algo que, en general, ha sido malinterpretado, manipulado y denostado por la historiografía del arte occidental. De ahí su descripción de los monumentos en Europa del Este como delirios totalitarios o experimentos de mal gusto. Lo que en realidad molestaba a sus representantes es que en esas bases de piedra se alzaran las figuras de campesinas y trabajadores industriales.

No podemos perder la perspectiva histórica. Tenemos que preguntarnos cómo y cuándo surgieron tales monumentos. No solo se deben leer como una referencia a sí mismos y a la autorrepresentación popular y de las clases trabajadoras en ellos, sino como elementos dialécticos contra el Estado capitalista.

Los regímenes socialistas en Europa Oriental fueron desintegrándose uno a uno en la década de 1990. Las nuevas democracias liberales que los han sustituido no solo han despreciado y abandonado los antiguos monumentos, sino que los han destruido. ¿Por qué?

Porque los monumentos sí que importan y son muy relevantes en el espacio público. Los actuales gobernantes de países como Croacia buscan reconstruir su historia y tirar la memoria del socialismo a la basura. O, en todo caso, utilizarla para reforzar su propaganda anticomunista. Es solo una parte más de esa terapia del shock de la que habla Naomi Klein en su famoso libro homónimo.

Y así es como han vuelto a las plazas los monumentos de emperadores y reyes. Así es como el capitalismo y la burguesía están reconstruyendo la única línea histórica que consideran natural y posible.
Por todo lo expuesto, se diría que vuestro libro es una afirmación de que la memoria es política.

Así es. Es una práctica política que ciertos sujetos están intentando convertir en una psicología particular. Y, por lo tanto, es, como los monumentos, un campo más en disputa.



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