Un solete
Irailak 02 Astelehena
«En el curso de nuestra labor hemos debido afrontar el tema de la muerte. La muerte a consecuencia de la tortura, del shock eléctrico, de la inmersión, de la sofocación y también la muerte masiva, colectiva o individual, premeditada, por lanzamiento al mar, por fusilamiento. Es un tema que, por sus características, hiere profundamente nuestra conciencia».
VV.AA: Nunca Más. Informe de la Comisión Nacional sobre la desaparición de personas, Barcelona, Seix Barrall, 1985, p. 223
Nos encontramos con un testimonio excepcional. Publicado originariamente en Estados Unidos en 1996, recibió el Premio Nacional Letras de Oro a la mejor novela latina. Galardón merecido ante lo narrado. Posteriormente publicado en Argentina en 2006 y que, ahora, recupera Sítara.
A través de la escritura, la protagonista intenta restañar las heridas del pasado para afrontar el futuro. Su detención, entre otros muchos, junto con su hermano, las torturas, violaciones y vejaciones sufridas son descritas en un discurso fragmentario, como pedazos de una existencia rota: recuerdos, poemas, declaraciones oficiales, notas periodísticas, cartas… Todo sirve para recuperar la memoria que nos enfrenta a la esfinge de la tortura. Crímenes de Estado perpetrados por la dictadura en Argentina entre 1976 y 1983.
«Un aullido de muerte me ocupa el cuerpo». Situación y empresa hercúlea la que intenta realizar la autora. Nora Strejilevich describe los tiempos del centro de internamiento y torturas. Y su intento, allí dentro, de borrar la memoria. «Lo logro gracias a una técnica que mata la memoria. La memoria debe coagularse y vivir su vida aparte, lejos de aquí, entre sus propios personajes y paisajes». Vano intento que queda, en cambio, anegado por el asalto del tiempo, las compañeras y el discurrir vital de la autora. «Mientras manos anónimas nos palpan de armas, las mías revuelven sábanas de la memoria para despertar a los ausentes entre los pliegues». Narrar, contar, gritar, escribir. Contra la impunidad, contra la barbarie.
«Tenía claro que iba a empezar a hablar desde el preciso instante en que pasara la puerta de ahí. Y fue lo que hice. Desde que salí empecé a hablar. Y hablé, hablé sin parar, hasta hoy. […] Eso era lo que yo hubiera querido que hicieran por mí cuando estaba adentro. Por eso nunca dejé de tener ganas de hablar».
Eduardo Irujo